Pocos libros, antes de Alicia en el país de las maravillas, habían demostrado que la realidad lleva asociadas partes invisibles que solo la imaginación puede descubrir. Cuando Lewis Carroll contaba a las hermanitas Liddell las aventuras de Alicia en sus excursiones en barca por el río estaba adentrándose en algo que descubrirá el psicoanálisis del siglo XX: la mente de los niños no está sometida a los prejuicios que la realidad impone a los adultos y puede romper la lógica de lo cotidiano mirando con unos ojos más profundos, los de la mente, y no los de la carne. Y aunque la tradición adjudica Alicia a lectores infantiles, son los adultos quienes mejor pueden recuperar esa pureza de la mirada capaz de convertir el mundo de todos los días en una reflexión sobre la posibilidad de otros sentidos para la vida, de otros significados más profundos. La imaginación, la ironía y el humor sutil de Alicia devuelven al lector a una especie de paraíso donde el mundo aún no está ordenado según las normas que la vida social hace acatar a todos. Un paraíso regido por la libertad más absoluta, la del sueño.
