Hace doscientos años, quizás evocando el mar salobre, el rumor del bravo oleaje y el vuelo de un magnífico albatros con las alas desplegadas hacia el sur, Samuel Taylor Coleridge tomó su pluma y empezó a plasmar en el papel los grafismos que irían convirtiéndose en un extraño relato semejante a las sagas de los escandinavos, a las fascinantes historias de la mitología germana, a las más espeluznantes narraciones de aparecidos de Antioquia, el Chocó y los llanos colombianos, o a la prodigiosa recreación de Scheherezada, nacida del deseo y el miedo.