Los ojos de Clarice Lispector no eran franceses, ucranianos ni brasileños, eran unos ojos rasgados de mirada animal. En ellos guardaba el mundo que veía; su brillo verdeaba sin que pudiera notarse de manera fácil. Tenía los ojos verdes, aunque era un secreto. En los ojos de Lispector habitó el mundo y sus dolencias; sus personajes siguieron el ritmo de los pálpitos que encierra un cuerpo vivo. Clarice Lispector nació en Tchechelnik, Ucrania, en 1920. Escribió para darnos personajes y voces de carne viva. La comparación entre un cuerpo vivo y la prosa de Lispector es, creo, la forma más acertada para comprender cuál fue su vocación. La lectura de las obras de Clarice, que suman cuentos, crónicas, novelas y literatura infantil, revela la escritura de una autora que procuró asir con palabras lo indecible de la existencia, al emular el soplo vital en sus libros y las razones arcanas de todo lo primero, para dar lugar a la respiración de sus personajes. Los textos de Lispector son nuestros semejantes y se sacuden, se electrizan y estallan.