Este libro se resiste al resumen o la descripción porque rebasa los límites de las materias que trata (la literatura, por supuesto, pero también las artes plásticas, el olvido, la incertidumbre, el insomnio o el paso del tiempo), porque el conjunto es mayor, mucho mayor, que la suma de sus partes. Aira le arroja al lector una apuesta radical: devolver el lenguaje al centro de la escritura y conducir al escritor hasta un territorio con frecuencia abandonado, el de la conciencia curiosa y dubitativa, el de una subjetividad que explora el mundo y proclama sus asombros. Aira reivindica el fragmento, la pieza fulgurante, como el único dispositivo verbal que logra reflejar el caótico fluir de los pensamientos y, por ese camino, consigue instaurar un orden literario en el caos aparente. Así va urdiendo la heterogénea continuidad que es la voz del escritor (de cualquier escritor). Para él, la literatura es un mundo o, mejor, es el mundo.