Nuestra tierra es la infancia para siempre grabada en el recuerdo. La que nos dio palabras y sonrisas para el viaje del mundo. Tal vez porque era un niño raro, Salvador Novo tardó demasiado tiempo en pronunciar la r, la letra de su carácter. Sin embargo, poseía una memoria estupenda y muy pronto aprendió recitaciones que declamaba con ademanes estudiados. Su madre solía arreglarlo exageradamente: lo peinaba con bucles, le empolvaba el rostro y lo obligaba a fruncir la boca para que no le creciera. A Novo, por su parte, le gustaba pintar bigotes sobre las fotos del álbum familiar y decir lo que pensaba. Al llegar de visita a una casa, corría a ver las sábanas de las camas y exclamaba sin temor que estaban feas o sucias. También aprendió el arte del disfraz y por las tardes adquirió la costumbre de acompañar a algún mandado a las sirvientas, calzando los zapatos de su madre. Un día lo hicieron sembrar semillas de naranja en el Kinder. Aquel incidente sin importancia se convirtió sin embargo en una de sus obsesiones autobiográficas: durante mucho tiempo soñó que regresaba al mismo sitio a contemplar el enorme árbol que milagrosamente había nacido de aquellas mínimas semillas. No es extraño que Novo escribiera a lo largo de su vida numerosas páginas para volver a ese jardín perdido de la infancia, poemas que eran "semillas del tiempo recogido", donde evocaba las dificultades de su niñez nómada e intranquila Novo, novato perpetuo, nuevo en cada escuela a la que asistía, blanco de burlas y sospechas, hijo de "gachupín", sin hermanos ni amigos duraderos, niño en tránsito que huía de la Revolución de una ciudad a otra: México, Chihuahua, Torreón. Su diferencia fue siempre evidente, pero Novo supo defenderse con malicia y sentido del humor de las burlas y denigraciones.
