En un mundo en el que se valora ampliamente el éxito y el logro, se tiende a fomentar en las personas ciertas formas de egocentrismo que en primera instancia nos parecerían saludables, pues pudieran redundaren prestigio, funcionalidad y autoestima. Tal vez por eso la imagen de la Madre Teresa nos produce sensaciones ambivalentes. Todos la admiramos, sí, pero de lejos; de una manera complaciente, pero con cierto resquemor, como si nos estuviera mostrando algo que preferiríamos no ver. La vida y obra de la Madre Teresa niega las verdades consagradas por nuestra idiosincrasia egocéntrica y nos invita a reconsiderar aquel antiguo valor aplicable sobre todo a las madres: la abnegación, que es la negación de sí mismo para favorecer el bienestar de otros, de los hijos, ya sean reales o simbólicos, pero asumidos como el objeto natural de un inconmensurable amor, de esa forma de amor que traspasa la coraza del ego y llena de gracia al mundo. Porque la gracia es el valor más elevado que existe en el espíritu humano, y se entiende como "gratuidad": aquello que se da sin motivo práctico, sin esperar nada a cambio, sin el deseo del premio ni el temor al castigo. La gracia es un acto de verdadero amor, y éste no parte del cuerpo, la mente, ni del ser social; la gracia es una manifestación de la espiritualidad humana y eso también existe en nosotros; también es fuente de realización humana, más allá de nuestra correcta ideología pragmática, más allá de nuestra egocéntrica y vanidosa mentalidad. La Madre Teresa fue sin duda un ser lleno de gracia y espiritualidad; si solamente era "un lápiz en la mano de Dios" como ella decía, es cosa que excede nuestro entendimiento; la que aparece en estas páginas es un ser humano como tú y como yo, una persona capaz de formular sus ideas y tomar sus propias decisiones; es por ello que su ejemplo nos puede resultar estimulante, conmovedor o inquietante.
