No tengo voluntad. Soy, básicamente, un mueble que no puede tomar una decisión y apegarse a ella: una especie de autómata sin conciencia. En lugar de hacer lo que dije que iba a hacer, de ser súper discreta y no decir nada a menos que saliera a la conversación o me preguntaran directamente, lo de Ana me desató. Después de contarle hasta el último segundo del sábado, y de que ella me dijera que, para ser Alfredo, todo le parecía súper romántico, caminamos a la oficina y me acabo de pasar una hora yendo de escritorio en escritorio con puras excusas de lo más chafas y aprovechando cualquier oportunidad para exhibir mi mano izquierda. Es como de cuento de terror; como si en el diamante viviera un genio maligno que se apoderó de mi cordura. O sea, ¿qué onda conmigo? Si, Coco (no Socorro no: así solo le dicen sus papás cuando están de malas) se va a casar. Todo parece ir por buen camino: en el trabajo, hay que planear la presentación de la nueva colección de ropa y conspirar para lucirse con el jefe. Alfredo, tras años de noviazgo, por fin le pidió su mano. Y su suegra sólo le habla doce veces al día para decidir detalles de la boda. Coco es muy feliz. De verdad. En serio. Sólo tendrá que encontrar, a golpes, si es necesario, el equilibrio entre la moda, el amor y la familia.
